El arquitecto valenciano ha presentado en la Universidad de Harvard una muestra sobre la arquitectura valenciana de la década de los ochenta.
Licenciado en Arquitectura por la Universidad Politécnica de Valencia, Manuel López Segura cursa en la actualidad su doctorado en la prestigiosa Universidad de Harvard. Allí ha presentado recientemente una exposición que recoge lo más estacado en el panorama de la arquitectura de la Valencia de los ochenta. La muestra le ha valido el premio Philip Hofer otorgado por la Biblioteca de esta universidad estadounidense.
Texto: Paco Ballester
Imágenes: cedidas por M. López Segura
DissenyCV: ¿Cuál es el origen de las piezas y documentación que actualmente se exhibe en Harvard?
López Segura: La muestra presenta piezas de mi colección particular de libros y otros objetos relacionados con la arquitectura valenciana de los 80. Las he ido acumulando a lo largo de los años, desde antes de iniciar mis estudios universitarios, y de manera más intensa durante el periodo que dediqué a investigar dicho tema. La investigación culminó en mi tesina de máster, que ahora preparo para su publicación. La tesina, como la exposición, se centra en la contribución de la arquitectura a la construcción de la democracia y del estado del bienestar y a la recuperación de la identidad cultural valenciana. He de expresar mi agradecimiento a los protagonistas de aquella década que generosamente me han permitido acceder a sus archivos y a sus recuerdos, y en algunos casos me proporcionaron libros, algunos de los cuales expongo. No puedo olvidar a dos de ellos, Emilio Giménez y Alberto Sanchis, que desgraciadamente ya nos han dejado.
Entre las piezas expuestas abundan los libros, en su mayor parte publicados en aquella época. Los libros constituyen evidencia histórica. Son, ante la imposibilidad de transportar edificios a una sala de exposiciones, los restos exhibibles que nos han llegado de la cultura arquitectónica de aquel tiempo. Detrás de ellos los paneles los contextualizan. Predominan los patrocinados por las nacientes instituciones democráticas autonómicas y locales. Tal es el caso de Ajuntament de València, que puso en marcha una intensa campaña de transparencia y divulgación de sus actividades, o de la Conselleria de Cultura bajo Ciprià Císcar, que incluyó entre sus objetivos principales proteger y dar a conocer la rica herencia cultural valenciana mediante catálogos y otras obras, por ejemplo guías de rutas turísticas patrimoniales. También hay algunos números de las revistas de arte y arquitectura que el Colegio de Arquitectos financió, y algunos catálogos retrospectivos como los editados por Tito Llopis y Pilar de Insausti.
Aparte de libros, hay planos y mapas que cuelgan de las paredes para acompañar a los textos explicativos. Se trata de documentos reales de aquel momento, como los de la embrionaria y frustrada planificación territorial de la comarca de La Safor, o el del proyecto alternativo para el cauce del Túria que propusieron los de Vetges Tu i Mediterrània en 1974. Completan la colección dos vídeos, que se proyectan sobre las paredes, y algunos objetos artesanales confeccionados en el taller del artista fallero Manolo Martín al servicio de la política educativa y de juventud de la Generalitat en su vertiente más arquitectónica, la que se materializó en el parque Gulliver y en las construcciones efímeras de Expo Jove. Por último cabe mencionar media docena de posters, obra de artistas valencianos como Manolo Boix. Los posters se exponen bien por estar relacionados con algún acontecimiento arquitectónico (congresos, etc.), bien por ser de figuración arquitectónica. Ponen de manifiesto el grado de intercambio entre la arquitectura y las demás artes visuales que caracterizó aquel tiempo y la voluntad de arquitectos y artistas de constituir un frente cultural con objetivos compartidos.
DissenyCV: ¿Hay algún rasgo común entre la arquitectura realizada en la Valencia de los 80, ya sea de carácter público o privado?
López Segura: Algún autor ha defendido el carácter ecléctico de la arquitectura valenciana, también de la de los 80, y probablemente tenga razón. En todo caso y dada la explosión global de códigos lingüísticos típica del fin de siglo, no es extraño que los arquitectos valencianos experimentasen con un repertorio variado. Las diferentes tendencias del panorama nacional e internacional eran cada vez más accesibles gracias a la proliferación de revistas y libros y también a la voluntad de apertura al exterior de las instituciones arquitectónicas valencianas, la Escuela y el Colegio. Éstas organizaron diversos seminarios y simposios en los que participaron destacadas figuras españolas y foráneas. Lo que no parece haber cristalizado es ningún movimiento e “escuela” valenciana con unos rasgos discursivos o formales exclusivos, como sí lo hubo por ejemplo en otros ámbitos de creación artística como el del cómic. A este respecto València se diferencia de otras zonas de España donde las Escuelas de Arquitectura asumieron conscientemente una labor de generación de discurso propio y diferenciado. Y no me refiero sólo a un famoso debate que tuvo lugar en los años 70 sobre unas posibles escuelas de Barcelona y de Madrid. Me refiero a Escuelas de segunda generación, como la de València, fundadas entre los 60 y los 70, en concreto a las de Sevilla y San Sebastián, que sí supieron posicionarse en la escena arquitectónica con una marcada personalidad.
Sin embargo es evidente que la adopción de unos determinados modos implica la renuncia, o incluso el silenciamiento de otros, de manera que la heterogeneidad valenciana no tiene por qué lamentarse per se. El consenso se puede echar en falta únicamente en la medida en que sea el resultado de un análisis certero, por tanto convincente y en consecuencia compartido, de las necesidades que tiene la sociedad a la que la arquitectura sirve y de las soluciones que puede aportar. Pero tal consenso, que bajo las mencionadas premisas sí es deseable, no tiene por qué materializarse en códigos formales –que es a lo que solemos referimos cuando nos interrogamos sobre los rasgos característicos de la arquitectura de una determinada época–. Me parece que, en cuanto a arquitectura pública se refiere, es en otras cuestiones más relevantes donde cabe hallar una convergencia entre múltiples obras que se levantaron durante aquel periodo. Es posible identificar, bajo una multitud de opciones sintácticas, una serie acotada de temas que preocupaban a los arquitectos y que de hecho eran la expresión arquitectónica de debates políticos y sociales. Mencionaré sólo dos de ellos. En primer lugar la memoria colectiva, encarnada en la conservación del patrimonio construido que florece en ese momento, pero también en diseños de jardines como el de la Casa de la Noria en L’Alcúdia de Carlet (Sanchis/Calza/Pina/Simó, 1982), y en el florecimiento de la investigación histórica y la catalogación patrimonial. Y en segundo lugar la nueva condición de ciudadano que los valencianos habían conquistado, diferente de la hasta entonces existente de sujeto sometido a una dictadura. ¿Cómo construir una ciudad inclusiva que fomente la igualdad entre clases y en la que cada individuo pueda reconocer su nuevo estatus de ciudadano libre? A tal pregunta intentan responder de diferentes formas proyectos como el IVAM (Carlos Salvadores y Emilio Giménez, 1987) y el Palau de la Música (José María García de Paredes, 1984), o las numerosas casas de cultura y centros sociales municipales, como el de Bigastro (Giménez/Gironella/Martínez, 1984).
DissenyCV: ¿De qué forma se plasma el compromiso de los arquitectos valencianos con su ciudad, y en consecuencia, con sus ciudadanos?
López Segura: Uno de los fundamentos ideológicos de la arquitectura moderna fue el del compromiso del arquitecto con la sociedad, y particularmente con la masa desatendida. Es decir, los arquitectos debían romper con la práctica habitual de la profesión liberal que ejercían: debían dejar de responder sólo a las necesidades privadas de la burguesía y públicas del estado burgués. En España esta actitud alcanzó un primer momento cumbre durante la Segunda República, con gran cantidad de arquitectos trabajando bien desde dentro de la administración bien en su cercanía, construyendo escuelas y piscinas públicas, ciudades vacacionales para la clase obrera, vivienda de promoción oficial o cooperativa, y planificando ciudades. Después, con la creciente resistencia a la dictadura franquista y la influencia en sectores profesionales del pensamiento marxista italiano contemporáneo, una joven generación de arquitectos decidió dar un paso al frente. Resulta significativo que, desde finales de los años 60, de entre las escuelas de la Universidad Politécnica de Valencia fuese la de Arquitectura la más activa políticamente, si bien a gran distancia de la Universitat de València. Sus convicciones los llevaron a la militancia en partidos clandestinos, el Partido Comunista singularmente, y a implicarse en los nacientes movimientos vecinales, cuyas luchas urbanas, en favor de un Saler protegido y de un Túria verde por ejemplo, apoyaron desde el Colegio de Arquitectos. Con la llegada de los socialistas al poder los arquitectos tenían por fin la oportunidad de hacer realidad la idea de ciudad democrática que, junto a los políticos que ahora ocupaban puestos de responsabilidad, habían elaborado durante los años de lucha compartida. Así, muchos de esos arquitectos engrosaron las filas de las reformadas administraciones locales y provinciales y de las recién creadas autonómicas. Otros prefirieron mantener su ejercicio profesional libre pero asumieron numerosos encargos públicos, volcando sus esfuerzos en responder a las necesidades que su nuevo cliente, la administración democrática, les planteaba.
DissenyCV: ¿Qué diferencia esta arquitectura de la producida en décadas posteriores? ¿Se puede encontrar una raíz del gigantismo/colosalismo en la década de los 80? ¿Por qué cree que se produce ese cambio?
López Segura: Me resulta difícil comparar las dos etapas dado que sólo he investigado a fondo una de ellas. Además cuando como historiador estudias un periodo fértil e ilusionante como lo fueron los 80 resulta inevitable desarrollar una cierta simpatía hacia el mismo, de modo que mi juicio no puede ser imparcial. Dicho esto, si hablamos de arquitectura culta parece que ya desde finales de los 80 la producción valenciana gana en calidad proyectual, en un sentido estricto. Se adoptan lenguajes más mesurados pero por ello mismo más neutrales, de modo que lo que se gana en pulcritud disciplinar se pierde en intensidad ideológica. Un claro ejemplo de entre los muchos que se podrían mencionar es la obra del colectivo Vetges Tu i Mediterrània. Sus propuestas para el rio Túria de los años 70 y 80 buscan recuperar rasgos de la identidad valenciana enraizados en nuestra memoria colectiva como pueblo: la cultura del agua y el patrimonio edificado a lo largo de las riberas del cauce. La sede que erigen para Canal Nou (1986) se enfrenta al desafío de la explosión urbana alrededor de la gran ciudad, y lo hace con una rotundidad aprendida de sus homólogos italianos, de la reflexión sobre el territorio que venían formulando desde hacía veinte años arquitectos como Vittorio Gregotti. Todas estas son posiciones arriesgadas que VTiM adopta conscientemente; arriesgadas tanto en el ámbito restringido de las discusiones entre arquitectos, como en la esfera pública, es decir, política. A lo largo de los 90 vemos cómo resuelven sus proyectos de equipamientos públicos con buena factura y con sensibilidad hacia el entorno inmediato pero sin la ambición cultural propia de sus proyectos anteriores. No estoy emitiendo aquí ningún juicio de valor. Me limito a hacer una apreciación histórica. Las sucesivas y divergentes etapas de este colectivo de buenos arquitectos se corresponden, dado que la arquitectura siempre lo hace, con la realidad social en las que se desarrollan. La sociedad valenciana de los 90 o los 2000 ya no era la misma, y en consecuencia no podía alumbrar la arquitectura que había marcado la década precedente.
Respecto a los excesos arquitectónicos, algunos autores han querido identificar su origen en el encargo que hizo el ayuntamiento de València a Ricardo Bofill para el plan del parque del Túria a principios de los 80. Sostienen que se eligió arbitrariamente a una estrella del panorama internacional para que llevase adelante una obra de gran extensión y presupuesto según un estilo que se identificaba fácilmente con su persona. Palabra por palabra la descripción podría aplicarse a Santiago Calatrava y a sus obras en la misma ciudad, de ahí el paralelismo que algunos trazan. Me parece que este argumento debe matizarse. En primer lugar el presupuesto no habría sido tan alto. Si se observa bien la mayor parte del plan Bofill consistía en zonas arboladas (ni siquiera ajardinadas y de hecho sin césped), ordenadas, eso sí, según los patrones del clasicismo francés. La edificación era escasa –algún graderío al aire libre, algún templete a base de columnas prefabricadas de hormigón y emparrados, etc.– y en ningún caso habría requerido la movilización de medios a la que obras posteriores nos han acostumbrado. Más allá de esto hay algunas otras diferencias de mayor calado que hacen difícil establecer una relación de causa y consecuencia, u origen y apogeo, diferencias que tienen que ver con fenómenos globales que han afectado a València de manera paradigmática. La política de grandes construcciones y grandes eventos, que más o menos se suceden en el tiempo desde principios de los 90 y a lo largo de los 2000, responden a la misma necesidad de situar València en una posición de ventaja en el mercado mundial de ciudades que compiten por atraer capital privado foráneo e inversión pública nacional. Es el conocido fenómeno del city branding, o generación de marca de ciudad. La ciudad se asimila a un producto comercial que se ha de vender. Se cree, dado que en algunos casos la estrategia ha funcionado, que los edificios espectaculares pueden resultar de gran ayuda. De ahí la Ciudad de las Artes y las Ciencias, pero sobre todo de ahí las sucesivas mutaciones que a lo largo de los años sufrió el proyecto original. Nada de esto estaba presente en la València de 1982. En primer lugar porque el fenómeno a escala global se encontraba aún en estado embrionario, al menos en lo tocante a ciudades de tamaño medio como València. En segundo lugar porque otras eran las preocupaciones del consistorio, de orden más básico, como dotar de alcantarillado a todos los barrios. Y tercero porque el proyecto de Bofill tenía mucho de escenográfico pero poco de espectacular. El público al que se dirigía era la ciudadanía local, no el turista o el inversor foráneos. El río que Bofill imaginaba, y que sólo parcialmente pudo construir, puede criticarse por otros motivos, sobre todo por confundir la adopción de un supuesto gusto popular con la democratización del espacio público, pero no creo que se le pueda imputar la condición de precursor del colosalismo posterior.
En cuanto a Santiago Calatrava, cabe decir que sus primeros proyectos en Suiza y en España eran prometedores. Tanto el puente Bach de Roda en Barcelona (1987) como el del Nou d’Octubre en València (1986) intentan resolver dos cuestiones urgentes en la ciudad contemporánea: cómo dignificar la alienante periferia urbana, y, lo que parece aún más difícil, cómo hacerlo a través de una obra de infraestructura. El puente del Nou d’Octubre dota de valor urbano a un punto de la ciudad que carecía entonces de cualquier atributo cívico. Y lo consigue en primer lugar tratando con deferencia al peatón, alejándolo del tráfico rodado. En segundo lugar coronando los cuatro pilones de las esquinas con sendas esculturas, cualificando así icónicamente un espacio hasta ese momento indistinguible de cualquier otro. Y lo consigue finalmente gracias a la delicada articulación de los diferentes elementos constructivos y de sus materiales –acero y hormigón–. Es una lástima que no se acabase el conjunto tal y como Calatrava lo imaginó inicialmente, con un estanque bajo el puente cuyas aguas reflejarían la esmerada ejecución de la cara inferior del tablero. Ante la evidencia de su talento como arquitecto resulta aún más entristecedora su posterior caída en un manierismo elefantiásico que arruina haciendas públicas.
DissenyCV: ¿Cómo describiría la relación entre arquitectos y políticos de la época? ¿En qué dirección se estableció una mayor influencia? ¿Qué aportó la llegada de la democracia a la actividad arquitectónica en Valencia?
López Segura: La democracia fijó unas condiciones de posibilidad que permitieron la exploración de nuevas vías de investigación arquitectónica. Cambios en el pensamiento arquitectónico se habían venido produciendo durante la década anterior, en tiempos de la dictadura, pero sólo con la llegada de la democracia fueron posibles su pleno desarrollo y su aplicación práctica. Esto fue particularmente cierto en áreas como la recuperación del patrimonio histórico, el diseño de espacios públicos, la experimentación con un repertorio de equipamientos públicos hasta ese momento escaso, la representación de las nuevas instituciones públicas, y la planificación ordenada de la ciudad en beneficio del interés general. Con mayor o menor éxito los arquitectos y representantes públicos del momento hicieron frente a este abanico amplio de necesidades que la nueva situación planteaba. La arquitectura pública valenciana de los 80 fue el resultado de la coincidencia en el tiempo de un momento de gran intensidad creativa en las artes, incluida la arquitectura, con un momento de similar efervescencia política. Entre las condiciones que alentaron la explosión arquitectónica de la década se cuenta el salto cuantitativo que dio la inversión pública. Más allá de este prerrequisito material, destaca el carácter abierto del nuevo régimen y la colaboración estrecha entre políticos y arquitectos, todos ellos militantes de un progresismo cultural. Ambos factores explican el alto grado de libertad creativa con la que pudieron actuar, hecho que a su vez ayuda a entender el eclecticismo al que hacía referencia anteriormente; la democracia no alumbró “arquitectura oficial” alguna.
La connivencia entre representantes públicos y profesionales se había forjado durante los años de compromiso compartido contra el franquismo y, una vez puesta al servicio de un programa político desde el poder institucional, fue motivo de frecuentes críticas y acusaciones por supuesta vulneración del principio de libre concurrencia en la adjudicación de proyectos. Cabe recordar que a diferencia de etapas anteriores las decisiones ahora emanaban de un gobierno legítimo sometido al escrutinio tanto de la prensa como del parlamento. En todo caso lo históricamente relevante es que, desde el punto de vista del análisis causal, sin esta complicidad no puede explicarse la consistencia entre, de un lado inquietudes políticas e ideológicas, y de otro el discurso y la producción arquitectónicas. Tal consistencia es uno de los más valiosos atributos de la arquitectura valenciana de los 80. Explica la riqueza conceptual de sus mejores proyectos, la singularidad de la arquitectura valenciana dentro del panorama nacional, y el impacto positivo que tuvo sobre la ciudad, entendida ésta como espacio de todos. El discurso disciplinar predominante, convencido de la dimensión cívica de la arquitectura, era el compañero natural de la socialdemocracia valenciana.
Un intermediario clave entre políticas públicas y arquitectura fue la figura del arquitecto-funcionario. La historia de la arquitectura moderna está jalonada de una serie de episodios brillantes cuya autoría no es atribuible a un individuo excepcional sino que fueron el resultado de un esfuerzo colectivo, de la labor solidaria de técnicos anónimos que asumieron su rol con discreción para mejor servir a la sociedad. Con la llegada de la democracia la reforma de las administraciones existentes y la recuperación de la Generalitat multiplicaron las plazas de funcionarios, que la joven generación comprometida ocupó con la esperanza de llevar adelante sus ideas. A medida que pasaron los años, los poderes públicos fueron adoptando un papel más activo en la definición del entorno construido, de manera que a los arquitectos se les fueron encomendando labores que se alejaban de la rutina burocrática para incluir proyectos completos de arquitectura, ya fuesen restauraciones de monumentos, diseño de equipamientos públicos o de espacios urbanos. Simultáneamente estos arquitectos dejaron atrás actitudes pasivas para devenir agentes del cambio, con autoridad suficiente para proponer iniciativas a las que en muchos casos sus superiores políticos daban el visto bueno y asumían como propias. Sin un grado de confianza suficiente, forjado sobre la base de unas convicciones ideológicas compartidas, muchas de las mejores obras e iniciativas culturales de la época no habrían prosperado.
DissenyCV: ¿Es la arquitectura de los años 80 en Valencia una desconocida para el gran público? ¿De algún modo la ciudadanía se encuentra en deuda con ella?
López Segura: Salvo algunos episodios, como el modernismo, la mayor parte de la arquitectura moderna es una desconocida. Suele señalarse la siguiente paradoja para ilustrar este fenómeno, que no es exclusivamente español o valenciano. No cabe imaginar que una persona culta sea incapaz de enumerar una buena cantidad de grandes pintores del siglo XX. Sin embargo no sorprende que no pueda mencionar un número similar de arquitectos (a arquitectos modernos me refiero, no a contemporáneos). Y esto a pesar de que la arquitectura y el urbanismo tienen un impacto mayor que las demás artes visuales sobre la calidad de vida tanto de los individuos como de las sociedades. Este hecho se acentúa conforme avanzamos en el tiempo hacia etapas más recientes. Al carecer los edificios de la pátina de autoridad que el paso de los años aporta, ni los ciudadanos ni las administraciones los identifican aún como patrimonio y por tanto no se acercan a ellos con el interés y cuidado que merecen.
En este sentido el desmantelamiento y anunciado derribo del Nuevo Ayuntamiento en la Avda. de Aragón de València resulta ilustrativo. Obra de Vicente González Móstoles y Rafa Rivera, se acabó de construir en 1986 como sede de algunas oficinas municipales. En tiempos de escasez económica cabe preguntarse si debe desaprovecharse un edificio que aún no ha cumplido treinta años y cuyo diseño flexible permite que los espacios de trabajo en su interior se modifiquen según las necesidades de cada momento. Pero aun si pudiésemos permitírnoslo el edificio es suficientemente significativo en términos arquitectónicos como para mantenerlo en uso. Testigo fiel de la influencia tardía que tuvo el italiano Aldo Rossi en València, constituye un documento histórico a preservar. Incluso iría más allá: habría que acabar el proyecto como se pensó inicialmente, es decir, con una plaza ajardinada frente a él en lugar del aparcamiento actual y una escultura de Andreu Alfaro en su centro. A esta percepción indiferente de la arquitectura reciente se suma la menor abundancia de investigación académica y periodística dedicada a ella, si la comparamos con etapas precedentes. Ambas contribuirían a darla a conocer. Esto se explica entre otros motivos porque es sólo ahora cuando una generación, la mía, por estrictas razones cronológicas, puede empezar a acercarse a aquel episodio con la suficiente distancia. Ese es uno de mis principales objetivos al investigarlo y al organizar esta exposición. Algunos de quienes lo vivieron en primera persona han escrito textos interesantes, pero podremos convenir en que el ejercicio de análisis histórico requiere de desapego, un desapego ciertamente empático, pero no por ello menos libre de contaminaciones personales.
Que las ciudades valencianas ganaron en calidad de vida urbana durante los años 80 es evidente. La ganancia se hizo notar en aspectos tan variados como la construcción de equipamientos públicos, el diseño de plazas y parques, la ordenación de los instrumentos de desarrollo urbano, la protección y recuperación de los cascos antiguos, la mejora de las infraestructuras, etc. La cuestión es saber si la ciudadanía es plenamente consciente del salto adelante que se dio y de si los responsables de aquel avance de un lado y la propia arquitectura de otro reciben el reconocimiento al que tienen derecho. Desconozco si existe algún estudio sociológico respecto a la opinión que los valencianos tenemos de aquella década. Sin embargo tal vez sea posible buscar una respuesta, aunque sea indiciaria, sin necesidad de recurrir a encuestas de ese tipo. En la medida en que la acción política refleja ambiciones ciudadanas –lo cual a pesar de requerir muchos matices puede servir aquí como presupuesto–, podemos fijarnos en la primera para llegar a alguna conclusión sobre la segunda. La probable desaparición del Nuevo Ayuntamiento mencionada arriba pondría en evidencia una falta de reconocimiento. Sin embargo la reciente restauración del parque infantil Gulliver es una buena señal que va en sentido contrario. Valdría la pena extender las labores de recuperación al resto del jardín del Túria, en especial a la zona proyectada por Vetges Tu i Mediterrània, al tramo deportivo que firmó el equipo de Otegui/Gisbert/Noguera y al de Bofill ante el Palau de la Música. Parece que la política museística del IVAM, tantos años desajustada, ha recuperado la senda de sensatez que recorrió en sus inicios. Además el proyecto de ampliación que pretendía cubrir el edificio parece aparcado sine die desde hace tiempo, si bien tal vez más por razones presupuestarias que por convicción respecto a las bondades de la arquitectura original. En todo caso la ampliación que sí se hizo hacia el 2000 se dejó en manos de profesionales solventes que respetaron la obra existente. En suma, parece que se ha ido atenuando la política de damnatio memoriae que nuestros gobiernos implementaron a partir de principios o mediados de los 90 con el fin de velar los éxitos de la anterior administración. Esta distensión en la esfera política ha acompañado al progresivo olvido del conflicto civil que asoló nuestra comunidad desde la Transición y a lo largo de los 80 en torno a cuestiones identitarias y de autogobierno, un enfrentamiento que marcó la consideración que los valencianos tenían de las administraciones socialistas y por extensión de la labor arquitectónica que impulsaron.
DissenyCV: ¿Cuál considera que es el mayor hito en esa década en cuanto a arquitectura privada, equipamiento público y planificación urbana?
López Segura: Una de las premisas sobre las que se ha basado mi investigación ha sido no sólo el mayor peso relativo de la arquitectura pública en los años 80, lo cual tiene unas causas evidentes, sino su mayor calidad en comparación con la arquitectura privada (y me refiero en ambos casos a la arquitectura culta). Carezco por ello de los conocimientos necesarios para opinar sobre qué obra privada merece ser calificada de mayor hito. En todo caso, destacaría como buena obra de arquitectura privada la colonia La Ecológica en El Puig (1982), del recientemente desaparecido Alberto Sanchis. Se trata de una cooperativa de viviendas unifamiliares adosadas, valiosa más incluso que por sí misma (que también) por ser el último eslabón en una serie de proyectos de vivienda colectiva en régimen de cooperativa en los que este arquitecto trabajó desde los años 70. Ejemplos como éste, de formas diferentes de habitar y de establecer las relaciones sociales y de propiedad, merecen recordarse con la esperanza de que resulten inspiradores.
En cuanto a equipamiento público, me decantaría por la restauración del Teatro Romano de Sagunto (1986). A pesar de que el asunto aún encona los ánimos de algunos, son innegables la solvencia doctrinal de la propuesta y su valentía al combatir la cultura de necrofilia que pretendía condenar nuestro patrimonio arquitectónico a la momificación. No hace falta decir que con esto no defiendo la desprotección del mismo, como bien sabrá quien al leer los numerosos textos que los autores del proyecto publicaron en su día esté dispuesto a comprender la racionalidad de dicha restauración.
Respecto al urbanismo, el Plan General de Ordenación Urbana de Torrent, del también desaparecido Juan Pecourt, fue galardonado con el Premio Nacional de Arquitectura en 1990, y por tanto sería el mayor hito en términos de reconocimiento entre sus pares. En este sentido a la zaga le va el Plan ARA de recuperación del centro antiguo de Alcoi, una iniciativa que reunió a arquitectos extranjeros y valencianos en varios equipos. A cada uno de ellos se le asignó una zona de intervención. El resultado final, en buena medida ejecutado, dio fe del éxito en términos sociales y urbanos de un modelo que podríamos describir como constelación de intervenciones puntuales, alejado de visiones totalizantes.
DissenyCV: ¿Tiene pensado trasladar la muestra a Valencia en un futuro próximo?
López Segura: Estaría encantado de que la muestra se pudiese ver en València, donde los visitantes podrían recorrerla y después acercarse y entender de un modo diferente edificios o espacios públicos que ya conocen pero cuyo significado político y relevancia cultural les son ajenos. Los centros estrictamente arquitectónicos, La Escuela o el Colegio de Arquitectos, serían lugares adecuados para exponerla. Pero pienso también en instituciones de la ciudad de València como el MuVIM, o la Fundación Chirivella Soriano, con una acreditada trayectoria de interés por nuestra cultura contemporánea, como atestiguan en el caso de la segunda las muestras dedicadas en años recientes a Artur Heras y a Manolo Martín.
DissenyCV: ¿Qué razones le han llevado a continuar sus estudios en Harvard?
López Segura: En Harvard cursé un máster en Historia de la Arquitectura con el respaldo de una beca Fulbright. Acabado el máster ingresé en el Doctorado. La escuela de arquitectura de Harvard, la Graduate School of Design (GSD), ofrece una excelente formación en mi ámbito específico, el de la Historia de la Arquitectura. Su claustro cuenta con algunos de los historiadores más prestigiosos del momento actual, cuya capacidad intelectual y extenso conocimiento de la disciplina sólo son comparables con sus habilidades pedagógicas y con su entrega a los alumnos. Aquí los profesores no sólo imparten las clases, sino que cumplen con el horario de tutorías, y además escriben libros. Incluso cambian el temario asiduamente para incorporar nuevas ideas. A muchos sorprenderá que hasta encuentren tiempo para tener familia.
De otro lado la escuela, y en general la universidad, disponen de unas infraestructuras inigualables para desarrollar tareas académicas, incluida una de las bibliotecas de arquitectura mejor nutridas del mundo. Los medios financieros de los que dispone son abundantes y permiten a los alumnos llevar a cabo numerosas actividades por iniciativa propia, desde exposiciones hasta simposios. Otra razón de peso es el elevado grado de libertad del que gozamos los doctorandos a la hora de definir nuestro recorrido curricular y el contenido de nuestra tesis. Frente a la reticencia a la novedad o al riesgo características de ciertos entornos académicos, en la GSD, como de manera general en la esfera anglosajona, toda propuesta que desde el rigor busque expandir los horizontes de lo ya conocido, de lo mil veces contado, se recibe con entusiasmo. Un entusiasmo que al europeo, de ordinario escéptico, sorprende, hasta el punto de parecerle exagerado; un optimismo que sin embargo explica gran parte de los éxitos de este país. Al mismo tiempo debemos ser cuidadosos y evitar caer en la apología. Si esto es así, si esta universidad disfruta de la abundancia de la que disfruta es porque existe en los EEUU un orden económico y social que permite, o más bien requiere de la existencia de centros de élite que reproduzcan las relaciones de dominación existentes.
Finalmente, siento como propio el modo en que se hace y se enseña la historia de la arquitectura en Harvard, como de hecho también en la mayoría de países europeos. La historia no se concibe como una verdad revelada, ya contada y fijada en una serie (reducida) de textos canónicos. Al contrario, se comprende que la historia es una obra humana, una construcción intelectual, y en consecuencia constantemente sometida a revisión. La historia no es una narración estable a inculcar memorísticamente a promoción tras promoción de estudiantes de arquitectura para cubrirlos con una pátina de cultura. La historia es un instrumento de conocimiento, es decir, de interrogación. La historia no pretende dar respuestas definitivas puesto que éstas serán siempre transitorias. Y cuidado, no hablo aquí del trabajo de recolección de datos y fechas; eso no es historia, eso es la labor minuciosa que la precede. Cuando hablo de historia me refiero a la interpretación de esos hechos y ésta varía con el tiempo del mismo modo que evoluciona la sociedad que la alumbra.
DissenyCV: Por último, ¿tiene pensado retornar a Valencia para ejercer?
López Segura: Mi objetivo es desarrollar una carrera académica en el ámbito de la historia de la arquitectura, no ejercer como arquitecto. Mi destino tras el doctorado dependerá de las posibilidades laborales que haya, así como de las condiciones que una u otra universidad ofrezcan en lo relativo a financiación de investigación, calidad de la enseñanza, etc. En el momento actual de disminución de la inversión en educación parece difícil que ningún centro valenciano pueda ofrecer ventajas competitivas a quienes nos estamos formando en el extranjero. No faltan las voces que se lamentan de la falta de un proyecto colectivo sólido para nuestra sociedad. Tienen razón quienes defienden que éste se debe basar, dada nuestra realidad económica y geográfica, ante todo en el conocimiento. Las políticas actuales en este ámbito han ido más bien en la dirección contraria. Veremos.